Las defensas de Jon se iban recuperando poco a poco tras el trasplante de médula. Ese era uno de los frentes de batalla; uno de ellos; el más inmediato. De fondo estaba la principal preocupación. ¿Haría efecto la médula de su hermana a tiempo en el cuerpo de nuestro hijo? ¿Conseguiría frenar la enfermedad antes de que fuera demasiado tarde? Éramos conscientes de que no lo sabríamos hasta muchos meses después. Lo que sí sabíamos y vivíamos cada uno de los días era que la enfermedad avanzaba implacable mientras tanto. Casi semanalmente iban sucediéndose los avances de los efectos en Jon; avances de los que él era consciente y que nos iban tatuando como zarzas al avanzar en un nuestro día a día. Pero estábamos en guerra con la enfermedad “la enfermedad nos va a sufrir; que se prepare”. Ni los médicos ni la enfermedad sabían que Jon era de una forjada tozudez bilbaína que le empujaba hacia adelante. Comenzaron las sesiones de fisioterapia para paliar los efectos motores, de logopedia para los problemas de lenguaje… A tope de currelo de manera compatible con los cuidados por la inmunodepresión. Jon se comportaba como un titán en sesiones agotadoras.

A Jon le encantaba el baloncesto; una pasión heredada y compartida por toda la familia. Sus sesiones en las canastas del parque bajo nuestra casa eran interminables. Hasta que no conseguía meter “no sé cuántas” canastas seguidas seguía y seguía. Y seguía. No lo hacía para demostrar algo a alguien. Era su propia batalla. Una batalla contra sus límites. Por sí mismo. “Vamos, Jon, tío, vamos a casa” a lo que él respondía con su marcado “ ¡Esperad, esperad! El último tiro, de verdad, el último!”. El último siempre se convertía en decenas. El campo de batalla había cambiado, no se podía bajar al parque y ya costaba correr…pero ahora él, claramente, había decidido que había otro reto en el que enfocar sus energías: No dejar que la enfermedad avanzara sin resistencia. Era un reto tremendo que requería de un esfuerzo de una magnitud difícil de imaginar.

Fue en aquel contexto. La música se convertía en un oasis en medio del agotamiento y el dolor. Aquellas sesiones en el salón de casa con la guitarra y Jon eran diarias, aunque fuera un rato. Una música; una melodía comenzó a retumbar insistentemente en mi cabeza; uno y otro día. Sin descanso. Era la primer vez que me pasaba de esa manera. Noté una presión interior incontenible. O, quizás tomé consciencia de que estaba allí, posiblemente desde hacía mucho tiempo. Me di cuenta de que necesitaba escribir. Cogí un viejo cuaderno y un bolígrafo. Salió como una explosión, como dictada por esa música que retumbaba sin parar desde hacía días. Salió en inglés; el idioma que utilizaba casi más que el castellano en mi trabajo y ahora también con los médicos. Según escribía los versos fui desinflándome a medida que las lágrimas acompañaban el rasgar de la punta del bolígrafo sobre las hojas.

Era una petición a Jon, y una promesa. La petición “Sigue adelante, hijo, no te canses de luchar, no descanses, pelea, aunque ya sé que es muy duro”. Y la promesa “Siempre vamos a estar a tu lado. ¡Siempre, hijo!, ¡Cógenos de la mano! Vamos. Vamos juntos. Adelante”.

Nunca pensé que sería la primera de muchas.

La llamé Walk On.

© Mikel Renteria. Año 2019