Los indicadores en sangre apuntaban a que el trasplante estaba asentándose en el cuerpo de nuestro hijo; que las células de María se adherían a sus huesos y empezaban a fabricar células buenas en la sangre de Jon, idénticas a las de su hermana. Habían pasado las navidades y afrontábamos el comienzo del 2009 en Murcia. La perspectiva era que, si todo iba bien, podríamos volver a casa en febrero.

Así como el trasplante trabajaba en el interior, sabíamos que los efectos en la enfermedad, de producirse, se retrasarían aún unos 16-18 meses. De hecho, los síntomas de Jon se habían agudizado con la entrada del nuevo año. Le costaba cada vez más fijar la vista y cada vez tenía más problemas con el lenguaje. En ese contexto, los días se le hacían eternos y, obsesivamente recordaba a sus hermanos y su casa a cada hora de cada día y nos preguntaba cuándo volveríamos a casa.
A nosotros también se nos hacía cuesta – arriba estar lejos de nuestros otros dos hijos; no estar juntos. Nos visitaron amigos con los que estuvimos a turnos Mentxu y yo y, aunque fuera por pocas horas nos vino muy bien. Se nos hacía muy complicada tragar con que este proceso en el que Jon estaba sufriendo tantos cambios lo tuviera que vivir fuera de su casa; lejos de “los mejores hermanos del mundo” con los que trataba de hablar cada día. Quién sabía si los tres se perderían momentos y palabras que jamás volverían. Pero la cautela apuntaba a que no volveríamos hasta febrero. Aún así compartíamos nuestras inquietudes con Moraleda y todo su equipo, desde la consciencia de los riesgos que suponían cualquier traslado con las defensas de Jon prácticamente inexistentes. “Lo sabemos, José María, pero Jon está sufriendo muchos cambios y creemos que necesita vivirlos en su casa. En cualquier caso, confiamos ciegamente en vuestro criterio. Sólo queremos que lo tengáis en cuenta”.

Habíamos tejido una profunda amistad con él y con su equipo. Él sabía de mi trabajo en proyectos de investigación y yo le había trasladado mis inquietudes de cara a nuestro futuro: “Nuestra alma está marcada ya por siempre por estas enfermedades. Quiero enfocar mis esfuerzos contra ellas, José María. Querría lanzar alguna iniciativa para apoyar la investigación. Quiero provocar las reacciones necesarias para que haya más investigación”. Él me respondió con un “Mikel, tienes que conocer a Salvador, es un investigador de primer nivel internacional con el que trabajo en los proyectos de I+D. Es un científico excepcional y una persona muy comprometida”. “Me encantaría conocerle”. Moraleda debió ver mi absoluta determinación. Era 8 de enero cuando Moraleda organizó una reunión con Salvador, que se desplazó desde Alicante al hospital. Me llamó a la habitación: “Mikel, estamos en la cafetería. ¿Bajas?”.

Jamás olvidaré aquella reunión porque, de alguna manera, también fue el comienzo de un camino. Llegué a la cafetería del hospital con las babuchas de plástico en mis pies, sin darme cuenta. Vi a Moraleda en una pequeña mesa de la cafetería con una persona de barba negra, de unos 55 años, calculé. Según me acercaba, ambos me sonrieron. Moraleda nos presentó. Hablamos un rato sobre Jon; sobre nuestra historia … hasta que le expliqué a Salvador mi inquietud por apoyar la investigación. “¿Salvador, qué cosas se están haciendo en terapias regenerativas en estas enfermedades?”. Abrió su portátil. Desde el primer momento vi la enorme pasión de Salvador. Una pasión y excelencia científica, además muy encarnada con la enfermedad y con los enfermos. A aquellas alturas yo había adquirido el conocimiento suficiente como para poder entender y paladear los increíbles proyectos de investigación que estaba llevando a cabo; investigaciones, además, muy cercanas a su aplicación en enfermos. Salvador era un comunicador apasionado. Me marcó profundamente su esperanza realista, su enorme determinación por curar, tatuada, además, porque en su camino de investigación clínica había perdido a pacientes que se convirtieron en amigos. Fue un enorme chute de esperanza y de luz. ¡Se estaban haciendo tantas cosas! ¡Y había tanto por hacer! Supongo que Moraleda, en buena parte, había organizado la reunión para calmar mi ansiedad y, desde luego que lo había conseguido. Lo que probablemente ninguno de los dos esperaba era cómo cerraría yo la reunión “ Salvador, ten por seguro de que vamos a hacer algo juntos”. Reímos. Volví a la habitación y le conté a Mentxu toda la conversación. Nos fundimos en un abrazo pleno de esperanza.

Los días pasaban y nuestra “presión” sobre Moraleda para tratar de acelerar nuestra vuelta a casa se acentuaba hasta el punto de trabajar con él las necesidades que deberían ser cubiertas si lo adelantábamos. En pocos días todos estábamos convencidos que era lo que se debía hacer en una visión global de la situación. Sin decirle nada a Jon, que seguía preguntando cuándo volveríamos a casa cada día, lo preparamos todo con las mayores garantías posibles de protocolo de atención en casa y en el hospital de Cruces en Bilbao. Finalmente se lo contamos a Jon “Cariño, el martes volvemos a casa”. Jon se volvió loco de alegría “¿En serio? De verdad? ¿A casa? ¿De verdad?”. Aquel fin de semana fue largo, esperando, despidiéndonos de las enormes personas que nos habían cuidado con un mimo imposible de corresponder; amigos por siempre. Y también organizando todo en casa.

Y llegó el martes. Martes 13 de enero. 13. Salimos del hospital Virgen de la Arrixaca de Murcia hacia el aeropuerto de Alicante donde cogeríamos un avión hacia Bilbao. Hacia casa. Y hacia una nueva vida.

(Foto del momento en el que contamos a Jon que volvíamos a casa. Hospital Virgen de la Arrixaca)

© Mikel Renteria. Año 2019