Seguiremos con la historia y reengancharé con el 2008. Hoy me sale contaros otra reflexión. Y es que este blog va a ser un recorrido en el que saldrá en cada momento lo que brote desde dentro. Y lo que borbotea desde luego es evocación del pasado, vida en el presente, y mirada de esperanza al futuro. Hoy toca una de “presente”.
Este fin de semana hemos visto en casa todos juntos la película “Campeones”. Habíamos saboreado el “Salvados” de la semana pasada con los protagonistas de la película y fue la puntilla para animarnos. Ir al cine todos juntos es difícil para nosotros, así que , una vez que habíamos dado de cenar a Jon, la alquilamos y nos acomodamos los cinco en casa. Os reconozco que tenía miedo a que fuera un ejercicio de buenismo, lastimero, blandengue o que explotara lo exótico de lo divergente de los personajes para conseguir una emoción. El miedo se disipó desde las primeras escenas.
No voy a entrar en detalles de la película. Sí diré que resonó en nuestra casa. Y creo que lo hizo porque huye del tratamiento de sus personajes desde la lástima que, en este caso al menos, sólo puede surgir de la sensación de superioridad de quien la ejerce; de la sensación o la creencia del que cree estar más capacitado que otros que no son capacitados y por ello merecen su lástima. Lástima que el otro recibirá supuestamente con agradecimiento.
Hace un tiempo que surgió la calificación “Personas con capacidades especiales”. Lo hizo, sustituyendo poco a poco a calificativos que ahora nos suenan mal, pero que eran absolutamente comunes y naturales hace un no tan lejano tiempo, como “subnormales”, “mongolitos” o la más reciente y clarificadora “discapacitados”. Clarificadora, a mi juicio, porque escondía el sentir más común de que son personas que carecen de capacidades que nos parecen las fundamentales y casi las únicas. Capacidades éstas últimas utilitaristas en su mayor parte y, orientadas a la consecución, sin duda deseable, de independencia y libertad. Me gustaría que mi hijo tuviera un buen conjunto de esas capacidades y que su enfermedad no se las hubiera hecho perder y me revuelvo de rabia recurrentemente porque haya sido así. Pero os voy a desvelar un secreto: Jon, mi hijo, tiene superpoderes.
Tiene el superpoder de disfrutar hasta el extremo de cada brizna de aire, de cada rayo de sol que le da a las mañanas a través de las ventanas de su cuarto, de la vibración de cada nota de música de las canciones que le gustan, de un paseo por un bosque oyendo a los pájaros o a las hojas caer, de la compañía de su perro… Él sólo necesita un beso o un abrazo para desplegar una sonrisa que ilumina todo desde dentro y que deslumbra a la tristeza. Y una buena canción cañera para hacerle brotar una carcajada que alimenta. Sí, tiene la enorme capacidad de disfrutar de cosas insignificantes y rutinarias. O, más bien, nos enseña cada día que en ellas está la verdadera felicidad.
Y tiene otro poder fundamental; y es que contagia sus poderes a quien se le acerca de igual a igual, a quien se le acerca con respeto y sin prejuicios, del que se sienta a su lado y sólo le acompaña y escucha en su silencio todo lo que tiene que enseñar. Sí, porque sus extraordinarias capacidades lo son en relación a la felicidad que generan a su alrededor. Y yo me pregunto si no serán ésas las capacidades más interesantes sobre las que hacer un ranking. ¿Cuánto de capaz soy de hacer felices a los que me rodean?¿Cuanto de sabio soy para que mi vida se guíe por la certeza de que la profunda felicidad es en relación a la que generamos en los demás?
Sí, el término “capacidades especiales” no es para dulcificar términos históricos y ásperos. Es mucho más. Esconde un secreto que muchos conocen y del que muchos somos agradecidos dependientes. Gracias, hijo.
© Mikel Renteria. Año 2018